La felicidad no está en la riqueza material, el poder político, militar o económico; sino en el tener a Cristo en el alma. Lo más grande que hay, es salvar el

alma: reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios. La obras agradan a Dios, pero ellas no salvan. Son pocos los que se salvan; que entran por el camino estrecho: el que lleva a la vida eterna, obedeciendo la Palabra de Dios.